NI INFINITAS, NI PERFECTAS
Falta mucho para hablar de equidad de género. Equidad no significa que las mujeres tengamos que hacer más, ni que los hombres hagan menos. Equidad es que tengamos los mismos derechos, las mismas oportunidades y, sobre todo, el mismo permiso para elegir.
Incluso los hombres que deciden paternar de manera responsable —como mi papá y mi esposo— cargan con estereotipos diferentes a los nuestros. A ellos, la sociedad no les exige poder con todo como a nosotras, pero muchas veces tampoco les permite hacerlo todo. Si un padre decide quedarse en casa, cambiar un pañal, llevar a su hijo al médico o pedir flexibilidad para la crianza, hay quienes lo juzgan. Los roles de género pesan para todos.
A nosotras, en cambio, nos hacen sentir que ser madre y profesional es una deuda constante, un imposible e incluso un acto de rebeldía o insurrección. A diario escucho preguntas que parecen inocentes y que por unos instantes hacen que la culpa se apodere de mí — "¿Quién te cuida a tu hija?" "¿Cómo haces con tu trabajo y una bebé tan pequeña?" —. No escucho esas mismas preguntas dirigidas a los hombres (como si todavía siguiéramos en un mundo donde su único papel fuera proveer y el nuestro cargar con todo lo demás).
Creo que el problema radica en que nos enseñaron que podíamos serlo todo. Nos hicieron creer que ser mujer era sinónimo de fuerza infinita, que ser madre sería un acto natural, que ser profesional dependería solo de disciplina…y que, de algún modo, podríamos con todo al mismo tiempo.
Y por un momento lo creímos.
Pero nadie nos advirtió sobre el precio. Nadie nos dijo que este guion perfecto, escrito en redes sociales y conversaciones familiares, nos iba a quebrar por dentro cuando la culpa nos alcanzara por sentir que no podemos con todo: la fuerza es limitada, ser mamá es difícil y construir una vida laboral requiere más perseverancia que disciplina.
El cliché nos repite en silencio, día tras día: -"Trabaja como si no tuvieras hijos, y cuida a tus hijos como si no trabajaras."
Y en medio de esa contradicción imposible, nos convertimos en malabaristas de nuestra propia vida, siguiendo estándares creados por una sociedad que se niega a entender la realidad: queremos trabajar como si no hubiera hogar que atender; queremos cuidar como si no existieran metas laborales y queremos amar con la misma intensidad del enamoramiento, como si amar no fuera una decisión que tomamos día tras día.
Entonces llegan las redes sociales, con sus filtros impecables y su ruido ensordecedor, para recordarnos que nunca es suficiente: la mamá que se quedó en casa, juzga a la que decidió salir a trabajar y la que eligió crecer profesionalmente, critica a la que decidió criar a tiempo completo. Así vamos, desplazándonos entre perfiles perfectos que solo nos muestran una cara de la moneda: Nos piden cuerpos impecables, como si tuviéramos tres horas diarias para el gimnasio (además de cuidar, trabajar y emprender) y cocinar alimentos orgánicos y libres de todo lo "prohibido", como si fuéramos chefs de revista, como si ser madre y mujer significara servir con excelencia en todo momento, olvidando la esencia que nos conecta con todo.
Las redes no solo mienten. También juzgan. Y entre tanto juicio, vamos olvidando algo esencial: como mujeres y como madres, somos distintas, y por eso mismo, somos valiosas.
Aun así, cada expectativa trae su sentencia:
- "Si fallamos, somos insuficientes"
- "Si nos equivocamos, somos culpables"
- "Si priorizamos, somos egoístas"
Por eso, hay días en los que me lo pregunto: ¿Dónde quedo yo? No en el trabajo, ni en la mujer que decidió dar vida; no en los likes, no en los consejos contradictorios y tampoco en las etiquetas que nos imponen. Realmente me siento en las noches a pensar en dónde quedó aquella mujer determinada y soñadora, y me descubro buscándome entre los fragmentos: la madre, la profesional, la hija, la amiga, la mujer que intenta ser todas a la vez y que, en el intento, a veces se pierde. Me pierdo tratando de sostener cada parte de mí, pero también me encuentro en ellas.
Y en ese proceso he ido entendiendo algo que antes no veía con claridad: el equilibrio no está en hacerlo todo perfecto, sino en aceptar que no tengo que hacerlo todo al mismo tiempo. El equilibrio es elegir, es delegar, es soltar la culpa que cargamos por no encajar en moldes imposibles.
Así mimo, me repito cada día que la maternidad no debería significar renunciar a los sueños. Lo reafirmo, porque a veces, incluso a mí, me cuesta recordarlo, pero elijo mostrárselo a mi hija en cada gesto, en cada decisión: quiero que vea que criar también es vivir, que puedo trabajar, soñar, equivocarme y amar, sin que ninguna de esas partes de mí se anule y sin que ello me convierta en una mala madre.
Lo cierto es que sin darme cuenta, de mi mamá aprendí mucho de esto. La admiro profundamente por su templanza y su dedicación para ser mamá, profesional y mujer. Ella me enseñó, con su ejemplo, que se puede criar desde el amor y la libertad, que no necesitamos perdernos para cuidar, ni apagarnos para sostener a otros.
Por eso no quiero que mi hija crezca teniendo el mejor ejemplo. Anhelo que ella no crezca creyendo que su valor está en cumplir expectativas ajenas. Quiero que entienda que no nació para llenar un vacío, sino que es fruto de una decisión consciente: la de dar vida para que ella viva la suya, libre, feliz y con la certeza de que no tiene que poder con todo para ser suficiente.
Hoy, después de muchos caminos, muchas letras e incluso lágrimas, entiendo que mi fortaleza no está en cumplir cada expectativa ni en lograrlo todo sin que se note el cansancio. Mi fortaleza está en permitirme ser humana, en abrazar mi vulnerabilidad, en dejar de correr detrás de la idea imposible de la mujer perfecta.

Porque ser madre, profesional, pareja, amiga, mujer… no debería significar serlo todo al mismo tiempo ni hacerlo perfecto. Debería significar, simplemente, ser.
Quizás, al final, no somos infinitas y, aunque nos enseñaron lo contrario, no tenemos que poder con todo. Tal vez, la verdadera libertad esté en aceptar que somos muchas cosas, pero también una sola: una mujer que respira, que sueña, que cuida, que trabaja, que ama… y que, a veces, simplemente se detiene para existir y escribir.
Laura Martínez / Lauristinez