#4: DELIRIO
El año apenas comenzaba era el segundo martes de enero de 2017, ese día estaba cansado, había salido del del trabajo a las 9:45 p.m. Durante todo el día había estado realizando un informe financiero, pues el gerente de la empresa me había pedido ayuda con una proyección que debía presentar en la sucursal de Bogotá a primera hora del día siguiente. Mi jefe había acabado de tomar un Uber que lo llevaría hasta su casa en la loma de los González, para recoger su maleta y llevarlo al Aeropuerto José María Córdoba, viajaba en el vuelo de las 11:30 p.m.

Seguramente en su casa, a Alejandro Santamaría lo esperaba su mujer con una cálida pero rápida cena, para darle un beso de despedida y abrazar a sus hijos, como un ritual de buena suerte para su presentación de inicio de año. A mí nadie me esperaba, mi apartamento era pequeño, solo y frio, solo tenía una cama, una silla y una mesa que servía de comedor; sinceramente el lugar lucía espantoso y poco acogedor. Recuerdo que ese día tenía mucho sueño, llevaba un par de semanas durmiendo pocas horas, trabajaba jornadas muy largas y los ataques de pánico me despertaban en las noches, pero ese día decidí omitir el cansancio porque además de sueño tenía hambre, y como necesitaba satisfacer las necesidades básicas de mi organismo, me dirigí a un restaurante bar, que quedaba unas cuadras más arriba del parque Lleras.
Recuerdo que meses atrás, cuando salía con Andrea, me gustaba ir a comer allí, pero realmente ya había perdido el gusto por la comida. En mi nevera no reposaba más que un tarro de leche deslactosada y una mantequilla iniciada, y en la alacena un tarro de café, azúcar, sal y una caja de cereal. No tenía necesidades de comprar nada más, desayunaba todos los días hojuelas de maíz remojadas en leche, cuando almorzaba lo hacía en un restaurante cerca de la oficina y antes de dormir me tomaba un café con leche. No entiendo cómo sobreviví así, seguramente fue por las necesidades que pasé en mi infancia.
Estaba cansado y a penas era enero, era un día extraño y yo tenía mucha hambre. Me senté en la barra y pedí una cerveza, el mesero me pasó una Aguila Ligth, mientras yo miraba la carta. Ordené el plato más grande que encontré; una hamburguesa de doble carne, tocineta, huevo, aguacate y queso chédar, yo pedí dos adiciones más: extr tocineta y queso mozarela, la cuestión era de hambre, y esa hamburguesa era un placer casi que sexual, tan solo de pensar en ella se me hacía agua la boca, aunque estuviera allí sin Andrea.
Observa a las personas que caminaban por la calle, allí todo el mundo parecía estar feliz y sonriente, y yo no entendía nada. Las parejas caminaban de la mano, sonreían y se abrazaban, mientras yo me preguntaba si estaría condenado a la soledad, a trabajar horas extra, de vez en cuando salir a comer una hamburguesa, tomar una cerveza, dormir y comenzar al otro día la rutina, como una oveja que sigue el rebaño. Aparentemente este es el legado del pueblo, trabajar, trabajar y trabajar ... Pero seguramente no del campesino, quien desde mi punto de vista es un emprendedor precario.
Estaba subsumido en mis problemas y en mis pensamientos, no me percaté tan si quiera que un hombre de unos 65 años, troso, bajo y moreno, me miraba con pesar, no con tristeza, me miraba con pesar, estoy seguro.
- ¿Mijo a que se dedica usted? ¿Está cansado? - Me preguntó el señor en tono amable.
- Soy ingeniero - respondo entre suspiros.
El pequeño anciano sonrió y se sentó al lado mío, se excusó, pero insistió en mantener esta extraña conversación.
- ¿ingeniero? ¿inventor? supongo, no sé mucho de eso - Me dice el anciano.
- No, creo que la creatividad no es lo mío. - Respondo en un tono cortante.
- Mijito si un ingeniero no inventa, entonces ¿qué hace?
- Soy ingeniero, soy bueno con los números. Trabajo en una entidad financiera.
- Mijo, para eso no era mejor estudiar negocios o administración. Sé que soy un viejo entrometido, pero he vivido más que usted, y sé que lo que tiene usted no es una pena de amor. Usted está aburrido y yo acabo de pedir una cerveza, yo creo que nos vendría bien esta conversación. ¿Qué ingeniería estudió?
- Ingeniería industrial - Respondo sin sostener la mirada, no por maleducado, realmente no podía hacerlo, mi mirada llevaba un tiempo perdida.
- Mijo, más sabe el diablo por viejo que por diablo. Le voy a regalar un consejo que usted no me ha pedido. Si usted estudió ingeniería, debe tener algo de ingenio, y si tiene ingenio, tiene creatividad y todo creador es un artista ¿se ha dado cuenta lo que ha hecho con el servilletero? El mesero tendrá que apuntar en la cuenta un paquete de servilletas.
- No es tan sencillo - Le respondo al viejo.
- Entiendo muchacho, tiene miedo y es normal. Con su salario paga la manutención, el crédito de la universidad, se tomas un par de cervezas, compra un libro o va a cine, lo que queda se lo envía a su mamá para que tenga que comer y su hermano pueda estudiar, pero recuerde que usted no es el padre mijo, el hombre de la casa si, pero no el padre.
Me quedé atónito ¿cómo sabía el viejo que mi madre vive con mi hermano en Yarumal? ¿Cómo sabía que tengo este absurdo trabajo para ayudarla a ella con los gastos de la casa? ¿Cómo demonios sabían que odio lo que hago? Mi pierna comenzó a moverse rapidamente y por primera vez voltee la cara para sostenerle la mirada, pero sentía pena por el ataque de ansiedad que veía venir.
- Lo lo lo lo siento, dije sin sostener la mirada, sufro de ansiedad y ataques de pánico desde que mi padre, bueno... No importa, no tengo porque ventilarle mi vida, a penas lo conozco.
Hice una pequeña pausa y respiré, había construido una granja de origami con las servilletas, tenía un leve parecido al rancho en el que vive mi madre con poco más de animales.
- Mijo y así cree que no es creativo. Juan, usted es un joven muy inteligente, pero tiene que encontrarse, está perdido, su verdadero "yo" habita dentro de usted, no lo va a encontrar en Andrea, ni en otra persona. Usted está viviendo una vida, malviviendo una vida que no lo hace feliz.
Por primera vez en la noche, levanté la mirada para observar al sujeto. El anciano, no era tan viejo como se escuchaba, tampoco era tan gordo, tenía el cabello un tanto gris y sus manos se veían callosas de tanto trabajar. Nuestras miradas se encontraron, sus ojos me miraron y se aguaron...
- Juan, mijo, su padre lo siente mucho, cometió grandes errores y está arrepentido.
- ¡Hijo de puta! ¿Usted es mi padre? ¿Me siguió hasta aquí? ¿cómo sabe mi nombre? ... Usted es un canalla que no merece vivir. Gritaba entre lagrimas de ira, pero extrañamente no detonó en un ataque de pánico.
- Juan, tranquilo. No soy su padre, pero lo conozco.
Trate de calmarme un poco, las manos me sudaban, tenía mucho calor y el corazón se me aceleraba, pero quería saber un poco más sobre mi padre, no lo recordaba, tenía 3 años cuando se había ido de casa, no habían fotos, éramos pobres y vivíamos en el campo.
- Juan, su padre está muerto, es lo primero que debe saber, antes de que hablemos de él.
- ¿muerto? ... Reflexiono y pierdo toda esperanza de volverlo a ver, pues, aunque pensaba que no merecía vivir, necesitaba resolver dudas, sanar pasados y cargas generacionales, como me decía mi psicólogo.
- Pero él quería que habláramos. Lo conocía mucho, éramos cercanos.
Me llevé las manos a la cara, al cuello, no sabía qué hacer, pero lo escuché.

- Dilo, dije cortantemente.
- Su padre, Héctor, no abandonó la casa por falta de amor a su madre, mucho menos a usted mijo, incluso si hubiese tenido la oportunidad de regresar, hubiera amado a u hermanito aunque no llevara su sangre. Yarumal fue un pueblo muy afectado por la violencia en Colombia, y un día cuando tu madre estaba contigo en el pueblo vendiendo leche en la feria de ganado, Hector se quedó organizando el potrero, ese día llegó la guerrilla y lo reclutó, lo obligaron a dejarle una carta a su madre diciéndole que había conocido en su viaje a Medellín a una mujer que trabajaba en el "hueco" y que se iría a vivir con ella. Eso le dolió profundamente, pero debió partir para protegerlos a ustedes y para cuidar su vida; pensó que algún día regresaría y se lamenta por no hacerlo a tiempo.
- Ja Ja Ja (No reí, literalmente pronuncié las silabasaJA. JA. JA.) ¿cómo puedo creerte?
Nuevamente al hombre se le aguaron los ojos y me miro fijamente.
- Hector Arboleda, su padre se desmovilizó con el proceso de paz, pero semanas después un cáncer de estomago provocado por la tristeza de no ver a su familia, lo sepulto ¡Un cáncer y no una bala! ¿puede creerlo? ... Los culpables serán los mismos.
- Ok -Yo trataba de procesarlo-
El anciano se desarmó, no lo había visto así en toda la noche y eso que yo era un desequilibrado mental. Comenzó a llorar, me abrazó, y dijo:
- Héctor Arboleda soy yo, lo amo mijo.
No recuerdo qué más sucedió -¿Qué estoy haciendo acá?- pregunto de manera desorientada.
El lugar se me hacía conocido, ya había estado allí un par de veces por mis ataques repentinos. Estaba en el hospital mental de Bello, nuevamente me habían ingresado, pero no entendía por qué.

- Señor, es probable que se sienta confundido, a penas está despertando del calmante. Su mamá ha llegado y quiere saludarlo. -Me dice una enfermera-
- ¡Hijo mío! -Dijo mamá entre lágrimas.
- Mami no entiendo por qué estoy acá - Le respondí.
Durante 30 minutos mi madre me explicó que unas horas atrás había tenido un ataque de pánico, había delirado y aparentemente había propiciado un show en un reconocido restaurante de El Poblado, que había estado sentado comiendo una hamburguesa y tomando una cerveza en la barra y que en un momento grité "¡Hijo de puta! ¿Usted es mi padre?" Mientras pataleaba, y tiraba todo al piso. El administrador del lugar llamó una ambulancia y bueno, supongo que por eso terminé allí.

Duré unos tres días hospitalizado. Cuando me dieron de alta, renuncié a mi trabajo ¿qué haré? No lo sé. Los primeros días de mi tiempo libre busqué los archivos de los desmovilizados de Farc y el ELN en Medellín, y en un recorte del periódico ADN encontré una noticia acompañada de una fotografía de Héctor Arboleda "Desmovilizado de las Farc muere por cáncer y no por bala, dos semanas después de la firma del Acuerdo de Paz".
Atónito observé la fotografía. El anciano del restaurante era mi padre, no había sido un delirio y no lo había soñado; yo abracé a mi padre. No recordaba su rostro, no lo había visto envejecer, no conocía una fotografía, y lo reconocí, era él, no pudo haber sido producto de mi imaginación. Era él, mi padre, Héctor, el de las fotografías que había hallado en los archivos que reposaban en el Museo Casa de la Memoria, el guerrillero, si, pero también el ser humano, el hombre y el padre que contra su voluntad migró para salvaguardar la vida de sus seres amados.